El día que me di cuenta que no soy especial (y por qué eso me liberó)

El día que me di cuenta que no soy especial (y por qué eso me liberó)

Fue en un martes cualquiera, frente al espejo del baño de la oficina. Me estaba lavando las manos cuando la realidad me golpeó como una ola fría: soy perfectamente ordinario. No hay nada particularmente especial en mí. No soy el protagonista de una película indie, ni el próximo gran escritor de mi generación, ni alguien destinado a dejar una marca indeleble en el mundo. Soy uno más entre miles de millones. Y en ese momento, mientras el agua seguía corriendo entre mis dedos, sentí algo inesperado: un profundo alivio. Crecimos con la banda sonora de ‘puedes ser lo que quieras ser’, ‘eres único y especial’, ‘estás destinado a grandes cosas’. Disney nos convenció de que éramos princesas esperando ser descubiertas, héroes en espera de nuestra llamada a la aventura. Los posters motivacionales en las aulas nos gritaban que el cielo era el límite. Y nos lo creímos. Vaya si nos lo creímos.

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Construimos toda una identidad alrededor de esta promesa de excepcionalidad. Cada cumpleaños no alcanzado, cada meta postergada, cada sueño sin realizar se convirtió en una traición a ese destino grandioso que nos habían prometido. Nos convertimos en expertos en postergar la vida real esperando ese momento en que finalmente emergeríamos como las mariposas extraordinarias que nos dijeron que éramos. Pero ese martes, en ese baño de oficina con luces fluorescentes que no le hacen favor a nadie, algo cambió. Quizás fue ver mi reflejo junto al de mis compañeros de trabajo, todos con la misma mirada de cansancio de media tarde, todos con las mismas arrugas nacientes, todos igualmente atrapados en el ritual de otro día más. O quizás fue darme cuenta de que mi crisis existencial, esa que yo creía tan única y profunda, era exactamente la misma que estaba viviendo medio departamento de contabilidad.

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La revelación de nuestra ordinariez puede ser devastadora al principio. Es como despertar de un sueño particularmente vívido donde eras el héroe de la historia, solo para darte cuenta de que eres un extra más en el gran filme de la vida. Duele. Duele porque significa abandonar la fantasía de que estamos exentos de las reglas que aplican a los demás mortales. Duele porque implica aceptar que probablemente no seremos la excepción a la regla. Pero entonces, en medio de ese duelo por el yo extraordinario que nunca seré, empezó a suceder algo curioso. Como cuando dejas de contener la respiración y finalmente exhalas, sentí que los hombros se me relajaban por primera vez en años. El peso de tener que ser excepcional, de tener que destacar constantemente, de tener que justificar mi existencia a través de logros extraordinarios, comenzó a disolverse. Empecé a notar la belleza en lo común. En las conversaciones banales en la fila del café. En los buenos días rutinarios. En los pequeños triunfos que antes me parecían indignos de celebración porque no cambiaban el mundo. Descubrí que hay algo profundamente liberador en aceptar que no estás destinado a ser el próximo Steve Jobs o Frida Kahlo.

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La paradoja es que cuando dejas de intentar desesperadamente ser especial, cuando abandonas la necesidad compulsiva de destacar, es cuando realmente empiezas a vivir. Es como si toda la energía que gastabas en mantener esa fachada de excepcionalidad pudiera finalmente invertirse en simplemente ser. Y hay algo más, algo que solo pude ver cuando dejé de estar tan obsesionado con mi propia singularidad: somos especiales precisamente porque somos ordinarios. Nuestra humanidad compartida, esa experiencia común de luchar, amar, sufrir, reír, es lo que nos conecta. Es en nuestra ordinariez donde reside nuestra verdadera magia. No soy especial, y eso me hace parte de algo mucho más grande que cualquier destino extraordinario que pudiera haber imaginado. Soy uno más en la gran danza de la existencia humana. Uno más tratando de encontrar sentido, de pagar las cuentas, de mantener viva la esperanza. Uno más amando imperfectamente, cometiendo errores, levantándose cada mañana para intentarlo de nuevo.

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¿Y sabes qué? Hay una libertad increíble en esto. Cuando abandonas la presión de ser extraordinario, puedes permitirte ser auténticamente quien eres. Puedes permitirte fallar sin que sea el fin del mundo. Puedes permitirte ser mediocre en algunas cosas y está bien. Puedes permitirte ser humano. Hay días en que todavía me encuentro luchando contra esta verdad. Días en que el Instagram de alguien más parece gritar ‘¡Mira lo extraordinaria que es su vida!’ o cuando LinkedIn me bombardea con veinteañeros que ya son CEO de sus propias startups. En esos momentos, la vieja voz regresa: ‘¿Ves? Ellos sí lo lograron. Ellos sí son especiales. Tú te rendiste.’ Pero entonces respiro profundo y recuerdo: esa voz es parte del mismo sistema que nos vendió la mentira de la excepcionalidad obligatoria. Es la voz del capitalismo que necesita que nos sintamos constantemente inadecuados para vendernos la próxima solución, el próximo curso, el próximo camino hacia la grandeza. Es la voz de una sociedad que ha convertido el ‘ser especial’ en una obligación, el ‘destacar’ en un imperativo moral. Lo cierto es que la mayoría de las personas que admiramos en la historia fueron, en su momento, perfectamente ordinarias. Van Gogh era un vendedor de arte fracasado que pintaba porque no podía evitarlo. Kafka era un burócrata de seguros que escribía en sus ratos libres. Emily Dickinson era ‘solo’ una mujer soltera que pasaba sus días en el jardín de su casa. No estaban intentando ser extraordinarios; estaban siendo auténticamente quienes eran.

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Y ahí radica quizás la lección más profunda de todas: la verdadera excepcionalidad, si es que existe tal cosa, no viene de intentar ser especial. Viene de abrazar tan completamente quienes somos, con todas nuestras limitaciones y ordinarieces, que esa autenticidad se vuelve, en sí misma, extraordinaria. Pienso en mis padres, que nunca ganarán un Premio Nobel ni aparecerán en la portada de una revista. Que han vivido vidas perfectamente ordinarias, creyendo en el trabajo honesto y en hacer lo mejor posible con lo que tienen. Que han amado de manera imperfecta pero constante, que han cometido errores y han seguido adelante. ¿No hay algo heroico en esa persistencia? ¿No hay algo extraordinario en esa ordinariez vivida con dignidad? A veces me pregunto qué pasaría si pudiéramos liberar a nuestros hijos de esta carga. Si en lugar de decirles que son especiales y están destinados a grandes cosas, les dijéramos: “Eres perfectamente ordinario, y eso es maravilloso. No necesitas destacar para merecer amor. No necesitas ser extraordinario para que tu vida tenga sentido. Tu simple existencia, tu humanidad compartida con millones, es suficiente.”

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Quizás entonces tendríamos una generación menos ansiosa, menos obsesionada con el logro constante, más capaz de encontrar belleza en lo cotidiano. Una generación que no vea la ordinariez como un fracaso sino como un hogar al que siempre pueden volver. Porque al final, ¿qué es lo que realmente recordamos de las personas que han pasado por nuestra vida? Rara vez son sus logros extraordinarios. Son los momentos ordinarios: la forma en que tu abuela tarareaba mientras cocinaba, la risa de tu mejor amigo en una tarde cualquiera, el abrazo de tu padre después de un día difícil. Es en esa ordinariez donde reside la verdadera magia de la existencia humana. Y así, en ese baño de oficina en un martes cualquiera, mientras el agua corría entre mis dedos, no solo descubrí que no era especial. Descubrí que no necesitaba serlo. Que la verdadera libertad está en abandonar la persecución constante de la excepcionalidad y permitirnos simplemente ser. Porque quizás, solo quizás, cuando todos dejemos de intentar tan desesperadamente ser especiales, podremos finalmente ver lo extraordinario que hay en ser simplemente humanos. En ser uno más. En ser perfectamente, maravillosamente, ordinarios.

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